San Juan Pablo II y su Poema de Amor

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Articulo escrito por Alejandra Muñoz. Al estar presente en una Misa por la Vida que presidio el Obispo de mi diócesis, al finalizar tuve la oportunidad de platicar con él, acababa de regresar de Roma donde estuvo presente en la canonización de Juan Pablo II, y al enterarme que había conocido al ahora santo, pues había trabajado en el Vaticano, mi pregunta natural fue: ¿Qué se siente de haber trabajado con un santo?

Esta pregunta no solo se la hice por el hecho de que hubiera colaborado en forma estrecha con el Santo Padre, sino sobre todo porque recordé la gran impresión que tuve al ver a Juan Pablo II a unos cuantos metros y solo por algunos instantes en una de sus visitas  a México; hoy puedo decir: “Si, vi el rostro de un Santo”. En ese tiempo estaba muy lejos de pensar que algún día sería proclamado santo, pero si yo hubiera analizado la profunda marca que dejó en mi, las lágrimas que en forma instantánea corrieron en mi rostro, y que en su momento no comprendió porque de esta reacción;  tal vez hubiera llegado a la misma conclusión de hoy: ¿Cómo mi corazón no dejaría de estremecerse al ver a un santo?

De este gran hombre se podría hablar mucho de todo lo que hizo, pero sobre todo, podemos y debemos hablar de lo que hace hoy, si hoy, pues él como Vicario de Cristo, sus palabras y enseñanzas seguirán en el tiempo, en cada época y en cada circunstancia, Juan Pablo II seguirá  iluminando a todo hombre de buena voluntad que está en una búsqueda sincera de la verdad.

Se ha hablado mucho en los medios de comunicación (que irónicamente la gran mayoría son anticatólicos) que el Papa Francisco va a revolucionar la iglesia, que “POR FIN” la iglesia se va ajustar a los tiempos modernos, es más, hay muchos católicos que también piensan así. Es normal que los que viven en el mundo piensen como el mundo, que desea un Dios que se ajuste a la medida de cada individuo. Pero la Iglesia no es del mundo, la Iglesia es de Dios.

La Iglesia es la experta de la humanidad, conoce bien como las ideologías se instalan confortablemente en el corazón de los individuos  que las aceptan, dejando vacio y desolación al final de sus vidas, de ahí su lucha incesable por mostrar la Verdad.

Y de la misma forma que pasa con el Evangelio, que para ser bien interpretado, no  se pueden tomar  frases aisladas por aquí y por allá,  así pasa con la doctrina moral de la Iglesia que no se basa en el presente, en las circunstancias efímeras del hoy, en lo que piensan las mayorías, tampoco se basa en algunas palabras que el Santo Padre haya dicho en una rueda de prensa espontánea o en una entrevista distorsionada. La doctrina moral de la Iglesia se basa en las enseñanzas que los Santos Padres han transmitido a través de los siglos.

Las enseñanzas de todos los Santos Pontífices son como piezas dentro del engranaje de un reloj antiguo que con una singular precisión y exactitud dan respuesta a cada circunstancia y a cada reto que se le presenta a la humanidad.

Juan Pablo II era un enamorado de la Vida, admiraba y respetaba la obra maestra de nuestro Creador, nosotros los humanos y así como un enamorado le escribe un poema de amor a su enamorada, así Juan Pablo II le escribió un poema a la Vida a través de la encíclica Evangelium Vitae, que si bien tiene casi 20 años de haberse publicado, al leerla nos da la impresión que la escribió hoy.

Pero sin más preámbulos les invito a leer a continuación la introducción de EVANGELIUM VITAE y que estas palabras de amor los anime a leer toda la encíclica a través del link que pongo al final. Buena lectura….

 

CARTA ENCÍCLICA
EVANGELIUM VITAE
DEL SUMO PONTÍFICE
JUAN PABLO II

A LOS OBISPOS A LOS SACERDOTES Y DIÁCONOS, A LOS RELIGIOSOS Y RELIGIOSAS
A LOS FIELES LAICOS Y A TODAS LAS PERSONAS DE BUENA VOLUNTAD
SOBRE EL VALOR Y EL CARÁCTER INVIOLABLE DE LA VIDA HUMANA

1. El Evangelio de la vida está en el centro del mensaje de Jesús. Acogido con amor cada día por la Iglesia, es anunciado con intrépida fidelidad como buena noticia a los hombres de todas las épocas y culturas.

En la aurora de la salvación, el nacimiento de un niño es proclamado como gozosa noticia: « Os anuncio una gran alegría, que lo será para todo el pueblo: os ha nacido hoy, en la ciudad de David, un salvador, que es el Cristo Señor » (Lc 2, 10-11). El nacimiento del Salvador produce ciertamente esta « gran alegría »; pero la Navidad pone también de manifiesto el sentido profundo de todo nacimiento humano, y la alegría mesiánica constituye así el fundamento y realización de la alegría por cada niño que nace (cf. Jn 16, 21).

Presentando el núcleo central de su misión redentora, Jesús dice: « Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia » (Jn 10, 10). Se refiere a aquella vida « nueva » y « eterna », que consiste en la comunión con el Padre, a la que todo hombre está llamado gratuitamente en el Hijo por obra del Espíritu Santificador. Pero es precisamente en esa « vida » donde encuentran pleno significado todos los aspectos y momentos de la vida del hombre.

Valor incomparable de la persona humana

2. El hombre está llamado a una plenitud de vida que va más allá de las dimensiones de su existencia terrena, ya que consiste en la participación de la vida misma de Dios. Lo sublime de esta vocación sobrenatural manifiesta la grandeza y el valor de la vida humana incluso en su fase temporal. En efecto, la vida en el tiempo es condición básica, momento inicial y parte integrante de todo el proceso unitario de la vida humana. Un proceso que, inesperada e inmerecidamente, es iluminado por la promesa y renovado por el don de la vida divina, que alcanzará su plena realización en la eternidad (cf. 1 Jn 3, 1-2). Al mismo tiempo, esta llamada sobrenatural subraya precisamente el carácter relativo de la vida terrena del hombre y de la mujer. En verdad, esa no es realidad « última », sino « penúltima »; es realidad sagrada, que se nos confía para que la custodiemos con sentido de responsabilidad y la llevemos a perfección en el amor y en el don de nosotros mismos a Dios y a los hermanos.

La Iglesia sabe que este Evangelio de la vida, recibido de su Señor1, tiene un eco profundo y persuasivo en el corazón de cada persona, creyente e incluso no creyente, porque, superando infinitamente sus expectativas, se ajusta a ella de modo sorprendente. Todo hombre abierto sinceramente a la verdad y al bien, aun entre dificultades e incertidumbres, con la luz de la razón y no sin el influjo secreto de la gracia, puede llegar a descubrir en la ley natural escrita en su corazón (cf. Rm 2, 14-15) el valor sagrado de la vida humana desde su inicio hasta su término, y afirmar el derecho de cada ser humano a ver respetado totalmente este bien primario suyo. En el reconocimiento de este derecho se fundamenta la convivencia humana y la misma comunidad política.

Los creyentes en Cristo deben, de modo particular, defender y promover este derecho, conscientes de la maravillosa verdad recordada por el Concilio Vaticano II: « El Hijo de Dios, con su encarnación, se ha unido, en cierto modo, con todo hombre ».2 En efecto, en este acontecimiento salvífico se revela a la humanidad no sólo el amor infinito de Dios que « tanto amó al mundo que dio a su Hijo único » (Jn 3, 16), sino también el valor incomparable de cada persona humana.

La Iglesia, escrutando asiduamente el misterio de la Redención, descubre con renovado asombro este valor 3 y se siente llamada a anunciar a los hombres de todos los tiempos este « evangelio », fuente de esperanza inquebrantable y de verdadera alegría para cada época de la historia. El Evangelio del amor de Dios al hombre, el Evangelio de la dignidad de la persona y el Evangelio de la vida son un único e indivisible Evangelio.

http://www.vatican.va/holy_father/john_paul_ii/encyclicals/documents/hf_jp-ii_enc_25031995_evangelium-vitae_sp.html

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