Morir católicamente

Pensarán algunos que como este es un sitio provida, ¿qué tiene que ver la lucha provida con las oraciones a favor de los moribundos? La razón está en que buena y sana mirada hacia el término de la vida produce buena y sana actitud hacia la vida presente, y también hacia los hermanos en la humanidad. La tumba nos viene rápidamente al encuentro, y nos hemos de preparar a ella con vida virtuosa —o incluso heroica si hasta allí, Dios mediante, llegamos— entendiendo que todo el sentido de esta vida pasajera consiste en orientarnos hacia el cielo, donde viven Dios y todos sus santos. Si no es así, pues ¿cómo puede el flechero dar en la diana sin apuntarla? Claro, hay que matizar: pensar mucho en la muerte, el tránsito a la vida eterna, no conlleva de ningún modo una actitud morosa, deprimida o pesimista hacia el mundo presente. Dios nos creó este mundo, un mundo que es bueno, lindo y que le da gloria; y la muerte no es algo bueno, sino horrible, la nefasta consecuencia del pecado original que ha contaminado a nuestro pensar, hablar y actuar, e incluso a toda la creación natural. Pero justamente por eso vino Jesús en su infinita misericordia a salvarnos, a rescatarnos de la muerte en que vivíamos todos para resucitarnos algún día a un mundo nuevo donde ya no existirán ni la muerte, ni el sufrimiento, ni las lágrimas. Serán sanadas todas las heridas del pasado, y todo engaño, malicia, mal genio, rencor, perversidad —todo lo malo, dentro y fuera de nosotros, cesará—. Vale toda la pena entrar en este Reino de Dios; no importa el precio. Y pues, ayudar a los moribundos a alcanzar la gloria eterna es un don preciosísimo, sin igual. (El rezo para los muertos, que viene a socorrer a nuestros hermanos en la Iglesia sufriente, también es muy buena manera de acordarnos constantemente de esta realidad futura.) Todo eso es utilísimo en la lucha provida, en un mundo cuyo amor es cada vez más frío, en que se deja morir a los ancianos y sufrientes en los hospitales con escandalosa indiferencia, como si fueran trapos sucios. Y ¡queremos que reine Nuestro Señor Jesucristo en todos los corazones, que todos alcancen, por su misericordiosa bondad, la felicidad eterna! Ver a todos nuestros compañeros en la humanidad de acuerdo con la verdad, que todos “somos polvo, y al polvo regresaremos” conduce, si tenemos los ojos de la fe, a la misma misericordia con que nos mira Jesucristo, el Hijo de Dios.

Traducción realizada por Jules, el 20 de febrero de 2016.

https://upload.wikimedia.org/wikipedia/commons/4/47/Death_of_St_Joseph_-_Paolo_de_Matteis_-_Castel_Nuovo_-_Naples_-_Italy_2015.JPG Paolo de Matteis (1662-1728), “La muerte de San José” . © José Luiz Bernardes Ribeiro

Morir católicamente

Sabiduría 1,12-14: “No provoquéis la muerte con el extravío de vuestra vida ni os atraigáis la ruina con las obras de vuestras manos. Que no fue Dios quien hizo la muerte, ni se huelga con el exterminio de los vivos; pues todo lo creó para que subsistiese…”

Santo Tomás de Aquino, Compendio de Teología, 1.227: “El más penoso de los males es la muerte, que se lleva consigo la vida humana”.

Juan 11,17. 32-35: “Venido, pues, Jesús, le halló que [Lázaro] llevaba ya cuatro días en el sepulcro. . . . María, pues, como vino a donde estaba Jesús, se le echó a los pies, diciéndole: Señor, si estuvieras aquí, no se me hubiera muerto el hermano. Jesús, pues, como la vio llorar, y que lloraban también los judíos que con ella habían venido, se estremeció en su espíritu y se conturbó, y dijo: ¿Dónde le habéis puesto? Dícenle: Señor, ven y lo verás. Lloró Jesús.”

Primero, una definición: la muerte es la separación del alma y del cuerpo, un fenómeno cuyo comienzo no podemos comprobar con certitud moral hasta que comience la corrupción de la carne. La “muerte” no es meramente el cese del aliento o del latido, ni significa necesariamente la “muerte cerebral” el momento de la muerte. El alma no está “dentro” del corazón, ni “dentro” de los pulmones, ni “dentro” del cerebro, ni “dentro” de cualquier otra parte del cuerpo. Esa verdad es absolutamente fundamental en el tratamiento de los moribundos, de los aparentemente muertos y de sus órganos.

Ahora, una persona que se ve confrontada con una muerte próxima debe recibir el sacramento de la Unción sin tardar, para la posible restauración del cuerpo (hágase la voluntad divina) y, por supuesto más importante, del alma. Recurrir al sacramento en esa situación es capital; nunca se debe desatender.

Otras formas de ayuda para el moribundo incluyen el rezo de Santo Rosario (con enfoque especial en los misterios dolorosos), la Coronilla de la Divina Misericordia, las oraciones a San José (patrón de los moribundos) para una santa muerte, etc. —con el enfermo, si se puede, o al menos de tal manera que este pueda escuchar—. En esto se incluyen las oraciones audibles para uno que está inconsciente; ¡no se imaginen nunca que el inconsciente o el comatoso no los oye!

Haría bien el enfermo en tener un crucifijo (de san Benito, si se puede) al alcance de la vista, incluso para tenerlo en sus manos si puede, y deben alentarle los familiares o amigos a que ofrezca sus sufrimientos a Dios y confíe en el amor y la misericordia de Nuestro Señor Jesucristo. Igual, sería de gran beneficio colocar una vela bendita encendida, como símbolo del bautismo de la persona enferma —símbolo de gracia santificante y de la promesa de vida eterna— cerca de la persona para que pueda ver la llama (¡a no ser que, por supuesto, haya tanques de oxígeno en las inmediaciones!)

Se observará que la manera católica de morir difiere de la de ciertos otros grupos “cristianos”. No se intenta suavizarla o evitar el tema. No se hacen eufemismos. Ni damos por hecha la salvación, excepto en los casos de niños bautizados que mueren antes de llegar a la edad de razón (pero confiamos en la misericordia de Dios para todos los demás). Y no consideramos pecado, ni siquiera salida de tono, el duelo. Mientras sería incorrecto decir que guardamos Shiva, tampoco nos vemos saltar de alegría y aplaudir cantando canciones de alegría, como si esto fuera la reacción natural al tener que echar de menos a alguien hasta la propia muerte. Es decir, es totalmente válido llorar y desgarrarse las vestiduras; no son señales de “falta de fe”, sino reacciones normales y naturales al mal que es la muerte, y a la realidad que puede pasar mucho tiempo antes que, con el favor de Dios, se vuelva a ver la persona querida.

Se debe recordar que la enfermedad y la muerte son grandes, grandes males. No “deberían” haber existido; surgieron como consecuencia del pecado de Adán. Cristo mismo lloró, frente la muerte de su amigo Lázaro. Por supuesto, Nuestro Señor venció la tumba, y nos da la esperanza de una vida perdurable. Los católicos, entonces, vemos la muerte por lo que es —un mal— pero nos aferramos a la esperanza que Jesús nos ofrece, confiando en su Divina Misericordia y reconociendo al mismo tiempo que él es Justo.

Ahora, al enfermo no se debe negarle la verdad de su situación, ni deben los que lo rodean engañarse a sí mismos. No es amor pasar por alto la realidad, por miedo de alarmar al enfermo; hacerlo sería poner en peligro su alma eterna. El agonizante tiene que hacer frente a su mortalidad, arrepentirse, orar, recibir la Unción, y hay que alentarle a que confíe totalmente en Jesús y en su perdón y amor. Debe prepararse espiritualmente para el Juicio, y ayudarle en esta tarea es el acto de amor más grande que se pueda ofrecer.


Maneras de consolar al agonizante y animarle a poner la mirada en Cristo y en su Pasión

Mientras está el moribundo en su lecho de enfermo, es bueno ofrecerle aclamaciones cortas que lo exciten a enfocarse en Cristo y a pedir la intercesión de los santos. Aquí abajo, a modo de ejemplo, unas que se pueden susurrar de vez en cuando en el oído del agonizante:

En tus manos, Señor, encomiendo mi espíritu.

O Señor mío Jesucristo, recibe mi espíritu.

Santa María, ruega por mí.

María, Madre de la Gracia, Madre de Misericordia, protégeme del enemigo y acógeme en la hora de la muerte.

Dios mío, perdóname.

Es recomendable, también, leer al moribundo los 18º y 19º capítulos del Evangelio según san Juan, para ayudarle a pensar en Cristo.


Encomendar el alma a Dios

Cuando la muerte es inminente, se debe encomendar el alma del enfermo a Dios. La siguiente forma tradicional es hermosísima:

Sal, alma cristiana de este mundo en el nombre de Dios Padre omnipotente, que te creó; en el nombre de Jesucristo, Hijo de Dios vivo, que por ti padeció; en el nombre del Espíritu Santo, que te fue dado; en el nombre de la gloriosa y Santa Virgen María, Madre de Dios; en el nombre de San José, ínclito Esposo de la Virgen; en el nombre de los Tronos y de las Dominaciones; en nombre de las Potestades; en el nombre de los Querubines y Serafines; en el nombre de los Patriarcas y Profetas; en el nombre de los Apóstoles y Evangelistas; en el nombre de los Santos Mártires y Confesores; en el nombre de los Monjes y Ermitaños; en el nombre de las Santas Vírgenes, y de todos los Santos y Santas de Dios: hoy tu lugar sea en la paz, y tu morada en la Santa Sion. Por el mismo Cristo nuestro Señor. R/. Amén.

Oh Dios misericordioso, oh Dios clemente, oh Dios que según la multitud de tus misericordias, borras los pecados de los arrepentidos, y con el perdón haces desaparecer las culpas de los pasados extravíos: dirige propicio tu mirada sobre este(a) tu siervo (sierva) N. y escucha sus ruegos con que de todo corazón te pide el perdón de todos sus pecados. Renueva en él (ella), Padre Piadosísimo todo cuanto la fragilidad de la carne ha corrompido, y el engaño del demonio ha violado y destruido; y une al cuerpo de la Iglesia este miembro de la redención. Compadécete, Señor, de sus gemidos, compadécete de sus lágrimas; y admite al sacramento de tu reconciliación a que sólo confía en tu misericordia. Por Cristo nuestro Señor. R/. Amén.

Yo te encomiendo, carísimo hermano (carísima hermana), al Dios Todopoderoso, y te encargo a Aquél que te crio; para que al pagar con la muerte la deuda de la humanidad, vuelvas a tu Autor que te ha formado del lodo de la tierra. Cuando tu alma salga de cuerpo, venga a recibirte la espléndida asamblea de los ángeles; venga a ti el senado de los apóstoles, que ha juzgar al mundo; salga a tu encuentro el triunfante ejército de los generosos mártires; recíbate el coro de las vírgenes con alegres cánticos, y tengas feliz descanso en el seno de los patriarcas; te anime con gran esperanza San José, patrono de los moribundos; la Santa Madre de Dios, María, vuelva benigna a ti sus ojos; Jesucristo se te muestre dulce y afable, y mande colocarte entre los que eternamente le asisten.

Ignores la horribilidad de las tinieblas, el chisporroteo de las llamas infernales, la tortura de los tormentos, muéstrese vencido ante ti el pésimo Satanás con sus secuaces; tiemble y huye a la cruel confusión de la noche eterna, cuando llegues acompañado de los ángeles. Levántese Dios y sean dispersados sus enemigos; y huyan de su faz los que le odian. Desvanézcanse como se desvanece el humo; perezcan los pecadores a la vista de Dios, como se derrite la cera al calor del fuego; alégrense los justos, y se regocijen en la presencia del Señor. Que todas las legiones infernales sean confundidas y se avergüencen, y los ministros de Satanás no se atrevan a impedir tu viaje. Líbrete de la muerte eterna Jesucristo, que se dignó morir por ti. Cristo, Hijo de Dios vivo, te coloque entre los amenos vergeles de su Paraíso, y aquel verdadero Pastor te coloque entre sus ovejas. Él te absuelva de todos tus pecados, y te ponga a su diestra en la suerte de sus elegidos. Veas cara a cara tu Redentor; y estando siempre en su presencia, tus ojos beatificados vean clarísimamente la verdad. Y así, colocado(a) entre los ejércitos de los bienaventurados, goces la dulzura de la contemplación divina en los siglos de los siglos. R/. Amén.

Recibe, Señor, a tu siervo(a) en el lugar que debe esperar de tu misericordia. R/. Amén.

Libra, Señor el alma de tu siervo(a) de todos los peligros del infierno, de los lazos de las penas y de todas las tribulaciones. R/. Amén.

Libra, Señor, el alma de tu siervo(a), como libraste a Henoc y a Elías de la muerte común a los hombres. R/. Amén.

Libra, Señor, como libraste a Noé del Diluvio. R/. Amén.

Libra Señor, el alma de tu siervo(a), como libraste a Isaac de ser inmolado, de la mano de su padre Abraham. R/. Amén.

Libra, Señor, el alma de tu siervo(a), como libraste a Lot de Sodoma y de las llamas del fuego. R/. Amén.

Libra, Señor, el alma de tu siervo(a), como libraste a Moisés de la mano del Faraón, rey de los egipcios. R/. Amén.

Libra, Señor, el alma de tu siervo(a), como libraste a Daniel en el foso de los leones. R/. Amén.

Libra, Señor, el alma a tu siervo(a), como libraste a los tres jóvenes del horno de fuego ardiente, y de las manos de un rey cruel. R/. Amén.

Libra, Señor, el alma de tu siervo(a), como libraste a David de las manos del rey Saúl, y de las manos de Goliat. R/. Amén.

Libra, Señor, el alma de tu siervo(a), como libraste a Pedro y Pablo de las cárceles. R/. Amén.

Y así como libraste de atrocísimos tormentos a tu dichosísima virgen y mártir Tecla, así también dígnate librar el alma de tu siervo(a), y concédele que contigo pueda gozar de los bienes del cielo. R/. Amén.

Encomendámoste, Señor, el alma de tu siervo(a), y te rogamos, Señor Jesucristo, Salvador del mundo, que no dejes de colocar en el seno de tus patriarcas a esta alma, por la cual misericordiosamente bajaste a la tierra. Reconoce Señor, a tu hechura, criada, no por dioses extraños, sino por Ti, único Dios vivo y verdadero. En efecto, no hay Dios fuera de Ti, ni comparable en tus obras. Alegra, Señor, esta alma en tu presencia, y no te acuerdes de sus antiguas iniquidades, excesos que suscitaron la violencia y ardor de sus pasiones. Pues aunque haya pecado, no ha negado al Padre, ni al Hijo, ni al Espíritu Santo, sino que creyó, y tuvo amor y celo del Dios que hizo todas las cosas.

Señor, te suplicamos que olvides los delitos e ignorancias de su juventud; pero acuérdate de él (ella) en la gloria de tu caridad, según tu gran misericordia. Ábranse los cielos y alégrense con él (ella) los Ángeles. Recibe, Señor, en tu Reino a tu siervo(a). Recíbale el arcángel de Dios, san Miguel, que mereció ser príncipe de la milicia celeste. Salgan a su encuentro los santos ángeles de Dios, y condúzcanle a la santa ciudad de la celestial Jerusalén. Recíbale el bienaventurado Pedro apóstol, a quien se dieron las llaves del Reino de los Cielos.

Ayúdele el apóstol san Pablo, que mereció ser vaso de elección. Interceda por él (ella) san Juan, apóstol de Dios a quien fueron revelados los secretos del cielo. Rueguen por él (ella) todos los santos apóstoles, a quienes el Señor dio el poder de atar y desatar.

Intercedan por él (ella) todos los santos y escogidos de Dios, que en este mundo sufrieron grandes tormentos por el nombre de Jesucristo; para que desligado(a) de las cadenas de la carne merezca llegar al glorioso reino de los cielos, por la gracia de Nuestro Señor Jesucristo, quien con el Padre y el Espíritu Santo vive y reina por los siglos de los siglos. R/. Amén.

Kýrie, eléison. Christe, eléison. Kýrie, eléison. Padre nuestro. Ave María.

Oración a María Santísima

La clementísima Virgen María, Madre de Dios, piadosísimo consuelo de los tristes, encomiende a su Hijo el alma del (de la) siervo(a) N. para que con esta intervención maternal, no tema los horrores de la muerte; sino que con su compañía llegue alegre a la deseada patria celestial. R/. Amén.

Oración a San José

A ti acudo San José, Patrono de los moribundos, a ti en cuyo dichoso tránsito estuvieron solícitos Jesús y María; por estas dos carísimas prendas te encomiendo con empeño el alma de este(a) tu siervo(a) N. que lucha en la extrema agonía; para que por tu protección sea libre de las asechanzas del diablo y de la muerte perpetua, y merezca ir a los gozos eternos. R/. Amén.


Cuando el alma haya dejado el cuerpo, se dice el siguiente responsorio:

R. Subveníte, Sancti Dei, occúrrite, Angeli Dómini, Suscipiéntes ániman ejus, Offeréntes eam in conspéctu Altíssimi.

V. Suscípiat te Christus, qui vocávit te, et in sinum Abrahae Angeli dedúcant te. R. Suscipiéntes ánimam ejus, Offeréntes eam in conspéctu Altíssimi. V. Réquiem aetérnam dona ei, Dómine, R. et lux perpétua lúceat ei. V. Offeréntes eam in conspéctu Altíssimi.

Kýrie eléison.
Christe eléison.
Kýrie eléison.
Pater noster [en silencio]…

V. Et ne nos indúcas in tentatiónem.

R. Sed libera nos a malo.

V. Réquiem ætérnam dona ei, Dómine.

R. Et lux perpétua lúceat ei.

V. A porta ínferi.

R. Erue, Dómine, ánimam ejus.

V. Réquiescat in pace.

R. Amen.

V. Dómine, exáudi oratiónem meam.

R. Et clamor meus ad te véniat.

V. Dóminus vobiscum.*

R. Et cum spiritu tuo.

Orémus. Tibi Dómine, commendámus ánimam fámuli tui (fámulae tuae) N., ut defúnctus (defúncta) saéculo tibi vivat: et quae per fragilitátem humánae conversatiónis peccáta commísit, tu vénia misericordíssime pietátis abstérge. Per Christum Dóminum nostrum.

R. Amen.

R. Socorredle, Santos de Dios, salidle al encuentro Ángeles del Señor. Recibid su alma, y ofrecedla a la presencia del Altísimo.

V. Recíbate Jesucristo que te llamó a su fe, y llévente los Ángeles al seno de Abrahán. R. Recibid su alma, y ofrecedla a la presencia del Altísimo. V. Señor, concédele el eterno descanso. R. Y la perpetua luz lo (la) alumbre. V. Ofrecedla a la presencia del Altísimo.

Señor, apiádate de nosotros.
Cristo, apiádate de nosotros.
Señor, apiádate de nosotros.
Padre nuestro [en silencio]…

V. No nos dejes caer en tentación,

R. Y líbranos del mal.

V. Señor, concédele el eterno descanso,

R. Y la perpetua luz lo (la) alumbre.

V. De la puerta del infierno,

R. Libra, Señor, a su alma.

V. Descanse en paz.

R. Así sea.

V. Oye, Señor, mi oración.

R. Y lleguen a ti mis clamores.

V. El Señor esté con vosotros.*

R. Y con tu espíritu.

Oremos. Te encomendamos, Señor, el alma de tu siervo (sierva) N., para que muerto(a) ya para el mundo, viva para ti: y por tu misericordiosísima piedad perdónale los pecados que haya cometido por la fragilidad de la naturaleza humana. Por Cristo Señor nuestro.

R. Así sea.

* Se recita la parte del responsorio en cursiva (“El Señor esté con vosotros”) únicamente si está presente un cura.

Concédenos, oh Dios, que mientras lamentamos la partida de este (esta) tu siervo(a), siempre nos acordemos de que ciertamente lo (la) hemos de seguir a la tumba. Y danos la gracia de prepararnos para esa hora última con buena vida, que así no nos sorprenda una muerte súbita y desprevenida, antes seamos siempre vigilantes, para que, cuando tú nos llames, podamos, con el Novio, entrar en gloria eterna: por Cristo Señor nuestro. Amén.

Durante el resto de la vida, intercedemos por nuestros difuntos [enlace en inglés solamente].

Artículo original:

Tucciarone, Tracy. “The Catholic Way of Dying”. http://fisheaters.com/dying.html.

Fuentes de traducciones existentes y recursos adicionales:

“Extremaunción: Rito”, http://ec.aciprensa.com/wiki/Extremaunci%C3%B3n:_Rito.

Santo Tomás de Aquino, Compendio de Teología (ca. 1273; IVE 2013), http://santotomasdeaquino.verboencarnado.net/compendio-de-teologia/.

Don Mariano Ventura de Siles, Manual del santo y devoto ejercicio de la agonía, establecido nuevamente, para el uso de las piadosas almas que se concurren en las horas que se practica (1825; Google Books, 9 de febrero de 2010). https://books.google.es/books?id=3W5tnZtNrPAC&printsec=frontcover&hl=es&source=gbs_ge_summary_r&cad=0#v=onepage&q&f=false.

Para gran número de nosotros, es muy posible que no tengamos al lado un sacerdote en la hora de la muerte. Aquí el Padre Jorge Loring S.J. explica un preciosísimo ejercicio, fácil de aprender, que nos puede salvar a nosotros y también a otros (el vídeo es de 25 minutos):

Vida Devota, “Padre Jorge Loring (Que hacer a la hora de la Muerte)” (2001), vídeo YouTube, 26:28, subida el 5 de agosto de 2011, https://www.youtube.com/watch?v=SukPvhzd4dA.

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