Domingo 20 abril 2014
DOMINGO DE PASCUA
Publicado por Radio Cristiandad en Liturgia, Misa Tridentina, P. Juan Carlos Ceriani.
Pasado el sábado, María Magdalena, María, madre de Santiago, y Salomé compraron aromas para ir a embalsamar a Jesús. Y muy de madrugada, el primer día de la semana, a la salida del sol, fueron al sepulcro. Se decían unas otras: ¿Quién nos retirará la piedra de la puerta del sepulcro? Y levantando los ojos ven que la piedra estaba ya retirada; y eso que era muy grande. Y entrando en el sepulcro vieron a un joven sentado en el lado derecho, vestido con una túnica blanca, y se asustaron. Pero él les dice: No temáis. Buscáis a Jesús de Nazaret crucificado; ha resucitado, no está aquí. Ved el lugar donde le pusieron. Pero id a decir a sus discípulos y a Pedro que os precederá en Galilea; allí le veréis, como os lo dijo.
Pascua es la fiesta de las fiestas, el punto central y la cumbre de todo el año litúrgico.
Lo que hemos celebrado desde Adviento hasta aquí, mira y se orienta hacia la Pascua; lo que habremos de celebrar en las semanas restantes del año eclesiástico, deriva del misterio pascual y de él cobra sentido y fuerza.
La Resurrección del Señor es el coronamiento y el fin, no ya sólo de la Encarnación, sino también de la Pasión. La Encarnación y la Pasión solas no hubieran bastado, pues, para salvarnos.
“Murió por nuestros pecados”, así clama el Apóstol San Pablo. Es decir: para destruir en nosotros la muerte del pecado. Pero esto no basta. Nosotros necesitamos vivir, vivir plena, inmortalmente.
Para darnos esta vida, resucitó Cristo. Así lo declara el Apóstol: “Resucitó por nuestra justificación”, para que poseyésemos la vida, aquella vida perfecta y eterna que Jesús nos alcanzó con su muerte y que brilló por vez primera en Él mismo el día de su Resurrección.
Con la nueva vida, que nos da la Pascua, poseemos desde ahora la vida eterna, la permanente e inagotable vida del Cielo. Así lo manifiesta la oración del Domingo de Pascua: “Oh Dios, que, vencida la muerte por tu Hijo Unigénito, nos has abierto hoy las puertas de la vida eterna.”
La liturgia del Tiempo Pascual no se cansa de recalcar este hecho y esta convicción, o sea, que, con la celebración de la Pascua, nosotros tocamos la verdad de la vida eterna, de la gloria celestial.
El espíritu del tiempo pascual es un espíritu de alegría, de júbilo triunfal. Llevamos en nosotros la vida resucitada e inmortal, levantada por encima del mundo, del pecado y de la muerte; llevamos la fuerza del Resucitado, con la cual también nosotros venceremos a todos los poderes de las tinieblas y de la muerte.
Es un espíritu de viva esperanza, de firme convicción: si Cristo ha resucitado, también nosotros resucitaremos indefectiblemente, aun en cuanto al cuerpo, para gozar de la vida eterna y bienaventurada.
Es un espíritu de inquebrantable fe: Dios, el Padre, ha resucitado a Jesús de entre los muertos. Con ello el Padre ha impreso su divino sello en la doctrina, en la vida, en los actos y dolores de Jesús y los ha autenticado como buenos, santos y divinos. Lo que Jesús enseñó y realizó, lo que nos propuso como modelo en su vida sobre la tierra, es una cosa divinamente perfecta, grande, santa. Siguiendo a Jesús no nos engañaremos.
Pero la Pascua nos sitúa también ante una gran tarea. Ahora vivimos una nueva vida, la vida del hombre resucitado. “Luego, si habéis resucitado con Cristo, buscad las cosas que son de arriba, en donde está Cristo, sentado a la diestra de Dios. Saboread las cosas de arriba, no las que están sobre la tierra. Pues vosotros estáis muertos (al mundo y al pecado, a lo temporal y caduco), y vuestra vida está escondida con Cristo en Dios”.
Esto mismo nos recuerda la liturgia del tiempo pascual, recalcando todos los días con machacona insistencia, en la Colecta de la Misa, aquellas palabras del Apóstol: “Cristo, resucitado de entre los muertos, ya no morirá más; porque, habiendo muerto, murió de una vez para siempre al pecado; mas, porque vive, vive para Dios”.
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El tiempo que va desde Pascua hasta Pentecostés no es otra cosa que una continuación y prolongación de la fiesta de Pascua. Forma con este día una sola e ininterrumpida fiesta pascual. No hace más que descubrirnos nuevos matices y modalidades del básico pensamiento pascual, o sea, el pensamiento de la resurrección de la humanidad en Cristo, el pensamiento de nuestra participación en la nueva y resucitada vida que Cristo nos mereció y alcanzó con su muerte.
“Yo vivo, y vosotros también viviréis.” En íntima conexión con ésto aparece también el tiempo que va desde Pentecostés hasta el Adviento. Su misión consiste en desarrollar y acrecentar la vida que hemos recibido en Pascua. A lo largo de todas las semanas después de Pentecostés corre el mismo pensamiento pascual: Cristo vive, nosotros vivimos en Él, y Él en nosotros. Él prolonga a través de nosotros, sus miembros, su vida inmortal y elevada por encima del mundo, del pecado y de la muerte, y nosotros participamos, convivimos su misma vida. Ahora, sobre todo en el alma. Más tarde tendrá también lugar nuestra resurrección según la carne, a la cual sucederá la eterna y bienaventurada Pascua de la vida celeste, tanto para nuestra alma como para nuestro cuerpo.
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Resurrección, victoria, luz, vida: he aquí el alegre mensaje que nos trae el día de Pascua. Cristo resucita de entre los muertos: primero, para su propia Persona; después, también para nosotros y en nosotros, sus miembros.
La Resurrección de Cristo es nuestra propia resurrección. La victoria de Cristo es también nuestra victoria. La vida de Cristo es nuestra misma vida.
Dos pensamientos, sobre todo, predominan en los textos de la Misa de hoy: el de la resurrección y el del cordero pascual.
El cordero pascual del pueblo de Israel encuentra en Cristo su verdadero complemento. Aquél significaba: liberación de la esclavitud de Faraón (Satanás), salvación de la ruina y entrada en la Tierra de Promisión (en la Iglesia, en el cielo, en la vida eterna).
En el Resucitado poseemos nuestro Cordero pascual, sacrificado y, al mismo tiempo, vivo y fuente de vida. Con Él poseemos también la liberación y la vida eterna.
Pascua significa nueva vida. Si un israelita quería comer el cordero pascual judaico, debía antes limpiar su casa de toda levadura. De aquí concluye el Apóstol: Por consiguiente, el que quiera comer el Cordero pascual cristiano, debe arrojar antes fuera de sí todo lo que sepa al hombre viejo. Debe convertirse en el hombre nuevo que celebra su convite festivo con el “pan ácimo de la sinceridad y de la verdad”.
No olvidemos que, aunque la oblación es en sí misma pura y santa, el Padre sólo podrá aceptarla como nuestra en la medida en que nosotros nos identifiquemos espiritualmente con ella, es decir, en la medida en que vivamos la misma vida del Resucitado y nos asimilemos su victoria sobre el pecado, sobre el mundo y sobre el mal.
Pascua no debe ser solamente un recuerdo de la resurrección de Cristo, del Cordero pascual; no debe ser solamente un acto de parte de Dios, o sea, la resurrección de Cristo.
Debe ser, además, un acto de nuestra parte. Debemos adquirir la nueva vida que Cristo nos alcanzó con su muerte. Debemos apropiárnosla, y vivirla prácticamente en toda nuestra actividad cotidiana.
Ya no debemos continuar siendo lo que éramos hasta aquí. Hemos sido transformados, hemos sido resucitados del sepulcro del pecado, de la noche, del mundo, de la apatía, del egoísmo, de la molicie, que nos han dominado hasta hoy.
Hemos muerto al pecado de una vez para siempre, y debemos vivir solamente para Dios. Debemos, pues, elevarnos por encima de todo lo puramente natural y transitorio y sentir solamente las cosas que son de arriba, no las que están sobre la tierra.
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Con Cristo hemos resucitado también nosotros. Jesús no es sólo el Redentor del pecado y de la pena, es también el Redentor de los muertos, a quienes torna a la vida. San Pablo lo dice de modo categórico: “Dios, rico en misericordia, por el grande amor con que nos amó, estando muertos a causa de nuestros delitos, nos vivificó juntamente con Cristo; y con Él nos resucitó y nos hizo sentar en los cielos en Cristo Jesús.
Nosotros estamos unidos con Jesús en la más estrecha e íntima comunión de destinos. Por eso, al resucitar Él, también nosotros hemos resucitado.
Por haber pertenecido al viejo Adán, participamos de su suerte y debimos morir como él.
Pero, como desde ahora pertenecemos al nuevo Adán, participamos también de sus destinos. Por eso, hemos resucitado con Él a la vida eterna.
A esta resurrección quiso prepararnos la Liturgia de toda la Santa Cuaresma. Ella constituye igualmente uno de los pensamientos fundamentales de la liturgia pascual.
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“He resucitado, y aquí estoy contigo, ahora y para siempre.” Después de sus trabajos y humillaciones, el Señor reposa en el Padre.
“Aquí estoy contigo.” Esta es la mayor dicha del Señor. Por la Cruz ha penetrado en la gloria de la vida eterna. Él es el único que ha conquistado el premio de la victoria.
El Señor ha resucitado. La resurrección de Cristo es la fianza y la prueba infalible de nuestra esperanza, el firme sostén de nuestra fe, la garantía más segura de que nosotros hemos sido redimidos, de que se nos han perdonado nuestros pecados y de que hemos sido llamados a poseer la vida eterna.
“Este es el día que hizo el Señor: gocémonos y alegrémonos en él. Alabad al Señor, porque es bueno, porque su misericordia es eterna. Aleluya” (Gradual).
“Nuestro Cordero pascual, Cristo, ha sido inmolado. El Cordero redimió a las ovejas. Cristo, el Inocente, reconcilió a los pecadores con el Padre” (Verso del Aleluya y Secuencia).
Oración:
Oh Dios, que, vencida la muerte por tu Hijo Unigénito, nos has abierto hoy las puertas de la vida eterna; secunda con tu ayuda los votos que Tú nos inspiras, previniéndonos con tu gracia.